Las poleás. Un trocito de nuestra historia.

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La repostería tradicional gaditana es muy rica y muy desconocida. La mayoría de los dulces se hacían en las casas y por desgracia esta costumbre ha pasado a mejor vida con los nuevos tiempos. Muy poc@s elaboramos magdalenas o bizcocho para el desayuno , unas natillas o un flan para postre  o unas torrijas en Semana Santa por falta de tiempo, por desconocimiento o miedo al fracaso y terminamos comprando dulces ya elaborados o la temible bollería industrial.

Hemos  contado hasta cien variedades de dulces repartidos por las cinco comarcas reposteras que existen en nuestra provincia: el turrón de Cádiz y las poleás en la capital, los alfajores de Medina, las tortas pardas y alpisteras de Chiclana, el pan duro de Vejer en  la Janda, los gañotes de Ubrique, los cubiletes de Grazalema , los roscos blancos de Villamartín, los suspiros de Benaocaz, la torta del Lunes de Cuasimodo de Olvera, todos ellos de la Sierra, los tocinos de cielo y dulces de convento de la zona bodeguera y los piñonates de Jimena, las cajillas de Tarifa y el panquiqui y tranvía de La Línea en el campo de Gibraltar.

UNA HERENCIA DE LA HISTORIA

Un mundo dulce que como toda nuestra gastronomía es una herencia de las diferentes civilizaciones que pasaron por nuestra tierra.

A la repostería romana basada en las masas de harina que después hereda el cristianismo, se superponen la aportación árabe con su mundo de especias y frutos de sartén y sobre ella la judía que nos ha dejado postres ya tan nuestros como las torrijas herederas de las rebanadas de paridas sefardíes.

Pero hay más. A todo ello se suma en Cádiz la aportación de las colonias, ingredientes nuevos que entran por el puerto en los barcos procedentes de Cuba y Filipina: vainilla, chocolate, coco, cacahuetes…..sin olvidar la aportación italiana de las numerosas colonias de mercaderes genoveses, milaneses, venecianos… que afincados en nuestra ciudad nos legaron nuestro gusto por los helados y dieron nombre a nuestras “confiterías” un término gaditano para nombrar las pastelerías

LAS POLEÁS UNA RELIQUIA GASTRONÓMICA

Podríamos escribir  detenidamente sobre todos ellos,  pero en esta ocasión hemos elegido el postre que nos parece que representa mejor nuestra capital y que es también una reliquia gastronómica: las poleas.

Podríamos decir que las poleás son tan antiguas como el hombre y, aunque os parezca exagerado, es probablemente el primer plato que el hombre cocinó al pasar de lo crudo a lo cocido.

Situaros en el neolítico, allá por el año 12.000 antes de cristo. El hombre de aquella época, un antepasado sapiens, sapientísimo, acaba de inventar la agricultura y la ganadería. Ya tenemos en su despensa granos de trigo y leche. Pero el estomago del hombre no podía digerirlos si no se reducían los granos a harina, y esta no podía tomarse si no se mezclaba con algún líquido agua o leche. Para ello debe inventar también un recipiente especial, resistente al fuego para que la harina y el agua traben formando una papilla, gacha o poleá. Este recipiente es el barro cocido, posteriormente pintado: es decir la cerámica y con ella nuestras primeras ollas.

Ya tenemos pues  la primera receta de las poleás que en su versión actual puede definirse como: pasta cocinada a base de harina, aceite, agua o leche y matalahúga, que ha servido, durante los años de la posguerra, para saciar el hambre de la población de bajos recursos.

Es cierto que las gachas o poleas son alimentos universales que aparecen extendidos por todo el mundo, y que las poleás gaditanas aun hay que añadirles aceite, azúcar y matalauva o anís. Por ello tendremos que continuar nuestra historia.

BREVE HISTORIA DE LAS POLEÁS

Las primeras poleás documentadas textualmente  no son dulces ni se llaman poleás. Son una especie de papilla – pulmentum-de harina de trigo y aceite o grasa animal similares que consumían las clases menos favorecidas de Roma. Hacemos hincapié en que son propias de las clases menos favorecidas, ya que desde el lejano Imperio romano, las gachas o poleás son alimento de la población de bajos recursos y un plato característico de épocas de hambre. Y es que como afirma Manuel Antonio Almodóvar en su libro El hambre en España “el hambre está en la base de la gastronomía española desde Atapuerca a la segunda mitad del siglo XX”.

Para encontrar algo mas parecido a las actuales poléas tendremos que internarnos en el mundo andalusí. Es bien conocido que de su cocina heredamos las picadas de carnes (albóndigas) y verduras (pistos, alboronías o fritás gaditanas), las masa de empanadas y las masas de harina liquidas –el almorí- origen de los churros, buñuelos y tortillitas que – al igual que hoy-  se vendían en puestos ambulantes del zoco Pero  lo que ahora nos interesa es la cocción en leche que dará lugar a numerosos platos de nuestra repostería tradicional como el manjar blanco a base de almendras, el  arroz con leche o nuestras tradicionales poleás.  Es en esta época en la que se empiezan  aromatizar los postres con diversas especias: canela, ajonjolí o matalauva, quizás, a añadirles un chorrito de aguardiente o kermés, que se empieza a destilar en los alambiques de Andalucía.

La repostería musulmana pervivió tras la reconquista del siglo XIII y aun después de la caída del Reino de Granada por la permanencia en suelo andaluz de una numerosa población morisca. La  tradición pastelera  musulmana fue recogida por los conventos de clausura ya que las damas que tomaban los hábitos iban acompañadas de su séquito y en el era frecuente encontrar servidores de origen morisco.

Una vez inventada, esta receta permanece casi invariable hasta nuestros días. Está documentada su existencia en numerosos autores de la edad media y del siglo de oro: la lozana andaluza de Delicado, el libro del Buen Amor del arcipreste de Hita, los entremeses y novelas ejemplares de Cervantes, las novelas de Quevedo……

Pero la época dorada de las poleás son los años difíciles de la posguerra. Lo cierto es que Andalucía no pasaba por una buena época.  El siglo XIX se nos presenta como un período de crisis económica debida al fracaso de la R. Industrial y la pérdida de las colonias y las epidemias Este período que dura hasta la guerra civil y la posguerra se caracteriza por una vuelta a la cocina de subsistencia, pobre “casi sin na”, basada en los productos baratos, sobras, productos de recolección y especias. Es el momento de las sopas de pan (diversos tipos de gazpachos, sopas de tomate, ajos cortijeros) sopas de patata (saltacaballo, de cardo por cima, sopas pegás), revueltos de tagarninas  y sopas de espárragos silvestre (abajao), las panizas….….. y las poleás.

Como veis, las poleás son una parte de nuestra historia, una mezcla de las distintas culturas que se han ido asentando en nuestra provincia: el gusto por las masas de harina romano, el aceite fenicio, las especias andalusíes y hambre…. mucha hambre.

Ahora que las dietas alimenticias se han homologados y no existen comidas de ricos o de pobres, a nuestra generación le toca conservar lo heredado.

Conservarla en todos los foros:

  • a nivel institucional potenciando la difusión y la investigación,
  • a nivel del ama de casa recuperando sabores perdidos y,
  • sobre todo, en el mundo de la restauración. La hostelería tiene pendiente la revolución dulce, es decir la adaptación de la repostería tradicional a los gustos y necesidades de nuestra época.

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